La ruina es de un naufragio colosal. /A su lado, infinita y legendaria/ Sólo queda la arena solitaria». «Yo en cambio llevaba un infierno dentro de mi, y nadie podría arrancarlo jamás». Los primeros son versos de Percy B. Shelley. La segunda es una sentida sentencia posada en las páginas de ‘Frankenstein’, que escribiera Mary Wollstonecraft. El acercamiento a la escritora a través del vínculo con su amado poeta escapa del biopic al uso y con una excelente, refinada y elegante puesta en escena traza una radiografía, en ocasiones fría, casi siempre de mirada feminista y en sus mejores momentos inmersa en ese desgarrado bucle de la pasión desatada o truncada, la del amor en el que se reflejan o rechazan sus criaturas. «No dejes que los monstruos que creamos nos devoren». Hay un elogio de la lectura como resistencia en el fondo de las imágenes de ‘Mary Shelley’. Y un duelo constante de rebeldía, libertad y posesión en la encendida relación de los jóvenes amantes  en busca de su libertad. El monstruo es el hombre que impide a la mujer su íntegra expresión como persona, mientras las convenciones y rebeliones se retan en una continua expresión de palabras heridas, fantasmas de tradición y modernidad y esclavismos de autoría. Hay excesos en este retrato de la directora de ‘La bicicleta verde’: el del metraje, el del lamento reiterativo y el de los discutibles subrayados musicales. Falta una mirada gótica, esa atmósfera casi inasible que empapa el romanticismo como bien reflejó Gonzalo Suárez en ‘Remando al viento’. Aquí no es importante la gestación de la novela en aquellas veladas de encierro de su autora con Lord Byron (lamentable e injusto el retrato que se hace aquí del autor de ‘Las peregrinaciones de Childe Harold’), Shelley y Polidori. Ni tampoco hay un perfil oportunista de Mary en el 200 aniversario de la edición del universal libro. La cineasta saudí Haifaa al-Mansour zarandea el entorno de la escritora para elevar las credenciales feministas. Y pese a su loable intento triunfa más en los turbulentos combates que ambos amantes mantienen con sus respectivas escrituras, una más  visible y reconocida que la otra, pero ambas alimentadas por los demonios particulares. El filme se eleva cuando se centra en el territorio pantanoso del artista y su obra y cuando logra la empatía y la identificación entre las colisiones de Mary contra los muros sociales y el embrión del Prometeo que iba anidando en el útero de la creación. Elle Faning, magnífica, contribuye a que fragilidad y fuerza, el fuego del alma, aviven las llamas de la pasión cuando la cinta solapa intenciones y cae en lo pretencioso y en la afectación. La delicada intensidad son una sola cuando el intimismo de autora y criatura, personaje y actriz, mujer y mirada frente a la sumisión quedan ilustradas con poderosa elocuencia. Y es entonces cuando de nuevo la palabra alumbra el dolor y la gloria.