No desayuno en casa desde hace años, y así me va. Ni bien ni mal. Quizás preocupado por llevarme al estómago un vermut y unas aceitunas como primer alimento del día. A pesar de ello, me gusta ver desayunar a la gente. Incluso, a veces me animo a bajar al comedor si esta comida es de tipo buffet y estoy en un hotel. ¿Se han fijado alguna vez en cómo se comporta el comensal ante un almuerzo mañanero si puede servirse de todo? Y ¿en lo diferentes que somos los españoles del resto de los europeos? Aquí, nos gusta empezar la jornada con un café bebido en casa y un par de galletas para, a las once y media o doce, atacar a ese manjar que es el pincho de tortilla, con una caña o un cortado.
En el comedor del hotel de turno coinciden a la misma hora un grupo de turistas británicos, alemanes y españoles. Como en los chistes. Ya de entrada, hay una clara diferencia de envergaduras, tanto a lo ancho como a lo alto. Eso, además del color del pelo. Dorado en los teutones y pajizo en los del ‘Brexit’. Nosotros nos mantenemos fieles al negro, castaño o las mechas californianas.
Pero las grandes diferencias se observan al coger el plato y dirigirse a ese mostrador lleno de viandas donde espera el ‘breakfast’. Ellos llenan el plato sin conocimiento. Embutido, queso, yogurt, fruta, salchichas, beicon, huevos revueltos y fritos, nocilla, cruasanes y, si las hay, esas alubias pequeñas con una salsa de extraño color que ningún habitante de la península ibérica se ha atrevido a comer todavía.
Nosotros vamos de menos a más. Primero, modositamente, después de perder cinco minutos en ver todo lo que se nos ofrece –ellos van siempre a tiro hecho–, cogemos un café y un vaso de zumo de naranja y observamos. Pero rápido nos venimos arriba, somos latinos, y atacamos el embutido, el queso, la tostada con mantequilla y mermelada… Para acabar derrengados en la habitación del hotel.