Hospital Universitario Marqués de Valdecilla. Un celador traslada a una paciente, una mujer consciente y lúcida, a otra habitación. Su capacidad cognitiva no está comprometida por ninguna medicación y no padece enfermedad psiquiátrica alguna. Una enfermera la acompaña en el traslado, que no tiene otro fin que colocarla en una habitación vacía para que tanto ella como sus acompañantes estén más cómodos.
Apenas entrada la cama de ruedas a la habitación, la mujer agarra con terror la muñeca del celador: “No me dejéis aquí, por favor”, le dice con gesto desencajado. El sanitario no sabe muy bien cómo reaccionar y le pregunta qué ocurre. La mujer insiste: “Por favor, no me dejéis aquí, no de dejéis sola aquí…”. Su angustioso ruego no parece tener demasiado sentido. Algunas de las habitaciones del nuevo edificio del hospital son individuales, y en general los enfermos las suelen preferir por la intimidad que ofrecen frente a las dobles, en las que deben compartir espacio con otro paciente. Sin embargo, este no es el caso.
Confundida, la enfermera le pregunta qué ocurre y la mujer estira el brazo señalando la solitaria butaca colocada en una esquina: “Porque ahí hay un hombre sentado“.
Pare evitar un ataque de pánico, el personal sanitario decide devolverla a su antigua habitación y observa cómo la mujer se tranquiliza según empieza a alejarse de la desasosegaste visión, de la que nunca se volvió a saber. O al menos nadie dio testimonio de ello.
La historia comenzó a correr por el hospital. Especialmente entre las enfermeras, que la comentaban con cierta frecuencia en la sala de descanso. Hasta que un día una de ellas preguntó bromeando:
-¿Oye, y seguirá ahí sentado señor?
-No -contestó otra con condescendencia.
-¿Y tú cómo lo sabes? -continuó la broma.
–Porque yo también le veía.