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Álvaro Machín

El Paseante

Cuatro y cero

Desde que los he cumplido no han dejado de pasar cosas. Ahora siempre llevo los pantalones sucios porque tengo un peluche que come y ladra. Repaso las canciones de Charles Aznavour y no me importaría pasarme un día entero con ‘Non, je ne regrette rien’, de Edith Piaf, como banda sonora repetida. Una y otra vez. Y eso que nunca olvidaré la frase que me dijo José Antonio Marina: ‘el que no se arrepiente de nada o es idiota o no tiene memoria’.

 

Las cosas sí que han cambiado. Uno se acomoda. Mis amigos ahora son gourmets del Gin Tonic y antes compraban botellas prohibidas por la convención de Ginebra. He cambiado yo y ha cambiado el mundo. Los niños cantaban en el autobús de las excursiones. Ahora se hacen selfies en silencio poniendo morritos y los dedos como tijeras.

 

Es cierto que una especie de calma va descendiendo párpados abajo. Empieza por la cabeza, pero le cuesta llegar a un corazón que sigue negándose a reconocer que ya tiene que preocuparse por el colesterol. Las piernas se resisten y, de vez en cuando, se apuntan a partidos de fútbol que son un pasaje de ida a tres días de sofá y agujetas.

 

Uno ya no teme la rutina cuando la echa en falta. Y se apunta frases en el teléfono que dicen cosas así como ‘prefiero vivir bien que vivir mucho’. Uno no es más listo, sólo tiene algo más claro sus principios. Asumes cosas. Que nunca encajarás las derrotas como José Luis Perales. Que además de hacer lo que hay que hacer hay que encontrar huecos para no dejar de hacer lo que te gusta. Lo cedido es lo perdido. Que pasé de llevar a una chica a ver Aladdin en la primera cita a viajar a Jiva, la ciudad de las mil y una noches. Qué bien hice en viajar y qué bien haré en seguir intentándolo. Dice un poeta local que ‘somos un gran ombligo tendente a pensar que la vida transcurre entre Correos y Puertochico’. Los vuelos de Ryanair son tan importantes… No porque vengan turistas. Que sí. Pero más porque nos lleven a otra parte y nos traigan de vuelta con los ojos más grandes.

 

Me he acordado de cosas. Las trufas que mi hermana me preparaba una vez al año, que casi todo lo importante, bueno o malo, me pasa en noviembre y que nadie se acuerda de la canción de la ‘cafetería fabricapastas’ que me tuvo obsesionado tres navidades hasta que la trajeron los reyes. Esos detalles se conservan. Otros te llaman la atención. Hace un par de días fui a comprar una de esas lucecitas con una pinza para poder leer en la cama sin molestar a quien me soporta… Tuve que ir a cuatro tiendas. Las había para el Ebook, las había con el USB… Pero no las tenían para libros ni siquiera donde van a comprar los que no son tontos. Llegaron a decirme que para qué, que el papel ya no lo lee nadie…

 

No sé. Han pasado unos días. Han sido raros, complejos por cosas que toca pasar. Hospitales, paciencia, estar al lado de quien te necesita. Nada grave, pero siempre incómodo. Por eso he tardado en pararme a pensar este rato.

 

En lo que me dijo mi madre en la puerta de una consulta hace unas semanas. Ella tiene ochenta y me tuvo justo a la mitad. A los cuarenta. Los que he cumplido. Nos quedamos en silencio y, con la mirada perdida en la pared, dijo: ‘se me ha pasado volando’. Me sirvió para dos cosas. Para pensar en la otra media vida, que no hay que dejar de aprovecharla y seguir llenando la mochila de historias que contar. Para eso y para darme cuenta de que en los próximos cuarenta no quiero dejar de emocionarme.

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Sobre el autor

Santander (19 de noviembre de 1976). Licenciado en Periodismo. Ha compaginado durante años su labor en la prensa con trabajos en radio y televisión. Autor del blog 'El paseante'.


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