Los caracolillos, los bígaros que dicen los madrileños, siempre han competido a la hora del aperitivo con rabas y mejillones. Incluso se asocian magníficamente con las tiras de calamar enharinadas y fritas. Con un vermut de solera son una exquisitez, aunque maridan también estupendamente con el vino blanco o la cerveza bien fresquita. En cuanto a la temperatura a la hora de servirlos, como con los percebes, hay distintas opiniones. Hay quien los prefiere fríos y quien templados. La segunda opción es más acertada. Los caracolillos se comen, obligatoriamente, con un alfiler de los de coger el bajo de los pantalones que nos habrá traído el camarero pinchado sobre el tapón de corcho de una botella de vino pasada a mejor vida. No hay otra forma de consumir este marisco tan cántabro, de delicado sabor a mar. Resulta un incordio esa tapa de color negro y forma ovalada que esconde la carne de nuestros caracolillos. Pero con un toque preciso de alfiler, se soluciona el problema en décimas de segundo. Una vez libre de obstáculos, hay que introducir el pincho en el interior del crustáceo marino e intentar sacar toda la carne de una sola vez. Para ello, nada mejor que dejar bien sujeto el alfiler sobre el bocado y girar lentamente el caparazón al tiempo que se tira de él. Parece complicado, aunque con un par de raciones y siguiendo estas instrucciones, la carne saldrá de una pieza directa a nuestra boca. En Cantabria hay muchos bares y cafeterías –este no es un producto de restaurante– donde poder degustar una buena ración de caracolillos. Cada vez se ven menos, la verdad, y los precios suben, como el sueldo de Leo Messi, temporada tras temporada. Prepararlos en casa resulta más económico –simplemente hay que cocerlos en agua con abundante sal–, pero donde más se disfrutan es en el bar, con ese vermucito dulce. En Santander, anote La Cepa del Papi, en Peñas Redondas.